viernes, 22 de febrero de 2013

El miedo es tan... subjetivo.

[...]
   —Hablando de nombres, esa es otra cosa con la que tengo problemas —dijo mi padre—. He recopilado un par de docenas y me gustaría que me dieras tu opinión. La mayoría...
   —Mira, Arl —lo interrumpió Ben—, te agradecería que no los dijeras en voz alta. Me refiero a los nombres propios. Si quieres puedes escribirlos en el suelo, o voy a buscar una pizarra, pero prefiero que no los pronuncies. Ya sabes lo que dicen: más vale prevenir que curar.
   Se hizo un profundo silencio. Me quedé quieto, con un pie en alto, temiendo que me hubieran oído.
   —No me miréis así —dijo Ben con irritación.
  —Es que nos has sorprendido, Ben —dijo la dulce voz de mi madre—. No pareces una persona supersticiosa.
   —No lo soy —dijo Ben—. Soy prudente, que no es lo mismo.
   —Claro —concedió mi padre—. Yo nunca...
   —Guárdate eso para tus clientes, Arl —le cortó Ben sin disimular su enfado—. Eres demasiado buen actor para que se te note, pero sé muy bien cuándo alguien me considera un chiflado.
   —Es que no me lo esperaba, Ben —se disculpó mi padre—. Eres una persona culta, y yo estoy harto de la gente que toca hierro y derrama la cerveza en cuanto menciono a los Chandrian. Solo estoy reconstruyendo una historia; no juego con las artes oscuras.
   —Bueno, escuchadme bien. Me caéis demasiado bien para dejar que penséis que soy un viejo chiflado —dijo Ben—. Además, después quiero hablar con vosotros de un asunto, y necesito que me toméis en serio.
   El viento siguió aumentando, y aproveché el ruido para recorrer el trozo que me faltaba. Bordeé con sigilo el carromato de mis padres y me asomé entre un velo de hojas. Estaban los tres sentados alrededor del fuego: Ben encima de un troncón, acurrucado bajo su capa, marrón y deshilachada; mis padres enfrente de él —mi madre, recostada sobre mi padre—, con una manta que los cubría a los dos.
   Ben cogió una jarra de arcilla, llenó una taza de cuero y se la dio a mi madre. Cuando habló, le salió vaho por la boca.
   —¿Qué sienten en Atur con relación a los demonios? —preguntó.
   —Les tienen miedo. —Mi padre se dio unos golpecitos en la sien—. Tanta religión les reblandece el cerebro.
   —¿Y en Vintas? —pregunté Ben—. Muchos son tehlinos. ¿Sienten lo mismo?
   Mi madre sacudió la cabeza.
   —Piensan que es un poco absurdo. Sus demonios son metafóricos.
   —Entonces, ¿de qué tienen miedo por la noche en Vintas?
   —De los Fata —contestó mi madre.
   Mi padre dijo al mismo tiempo:
   —De Draugar.
   —Ambos tenéis razón, dependiendo de la región del país —dijo Ben—. Y aquí, en la Mancomunidad, la gente se muere de risa cuando alguien menciona cualquiera de las dos cosas. —Señaló los árboles con un amplio movimiento del brazo—. Pero aquí, cuando llega el otoño, todos se cuidan de no atraer la atención de los engendros.
   —Sí, tienes razón —concedió mi padre—. Para ser un buen artista tienes que conocer a tu público.
   —Sigues pensando que estoy loco —dijo Ben, risueño—. Mira, si mañana entráramos en Biren y alguien te dijera que hay enjendros en los bosques, ¿le creerías? —Mi padre negó con la cabeza—. ¿Y si te lo dijeran dos personas? —Mi padre volvió a negar.
   Ben se inclinó hacia delante.
   —¿Y si una docena de personas te dijeran, muy serias, que había engendros en los campos de cultivo, comiendo...?
   —Claro que no les creería —dijo mi padre con enfado—. Es ridículo.
   —Claro que lo es —concedió Ben levantando un dedo—. Pero la cuestión es esta: ¿entrarías en el bosque?
   Mi padre se quedó muy pensativo y quieto.
   Ben asintió.
   —Sería una temeridad ignorar las advertencias de medio pueblo, aunque vosotros no creáis en ls mismas cosas que ellos. Si no teméis a los engendros, ¿a qué teméis?
   —A los osos.
   —A los bandidos.
   —Unos temores muy sensatos, tratándose de artistas itinerantes —observó Ben—. Unos temores que los aldeanos no entienden. Cada lugar tiene sus pequeñas supersticiones, y todo el mundo se ríe de lo que piensa la gente que vive al otro lado del río. —Los miró con seriedad—. Pero ¿alguno de los dos ha oído una canción humorística sobre los Chandrian? Apuesto un penique a que no.
   Mi madre negó con la cabeza tras un momento de reflexión. Mi padre dio un largo trago antes de imitarla.
   —Mirad, yo no digo que los Chandrian estén ahí fuera, surgiendo como rayos de un cielo despejado. Pero los temen en todas partes. Normalmente, eso tiene una explicación.
   Ben sonrió e inclinó su taza de arcilla, tirando al suelo las últimas gotas de cerveza.
   —Y los nombres son cosas extrañas. Peligrosas —prosiguió el arcanista mirando con fijeza a mis padres—. Eso lo sé muy bien porque soy un hombre culto. Y si también soy un poco supersticioso... —Se encogió de hombros—. Bueno, eso es asunto mío. Soy viejo. Tenéis que ser tolerantes conmigo.
[...]


El nombre del viento, Patrick Rothfuss.

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