lunes, 29 de abril de 2013

Rima XXIV.

Dos rojas lenguas de fuego
que a un mismo tronco entrelazadas
se aproximan y, al besarse,
forman una sola llama.

Dos notas del laúd
a un tiempo la mano arranca,
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan.

Dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata.

Dos girones de vapor
que del lago se levantan
y, al juntarse allá en el cielo,
forman una  nube blanca.

Dos ideas que al par brotan;
dos besos que aun tiempo estallan,
dos ecos que se confunden;
esas son nuestras almas.

Gustavo Adolfo Bécquer.

jueves, 18 de abril de 2013

Sólo los necios se preocupan de las cosas que no pueden controlar.

   Llevo... llevo varios días queriendo hacer una entrada. Estoy leyendo más de lo que solía leer hace un mes, y no sólo libros: también relatos de gente cortos, sacados de respuestas de ask, mayormente. Éstos me llenan bastante y me hacen pensar "si ellos pueden, yo también", y cada vez tengo mejores ideas sobre qué escribir o qué hacer. Realmente echo de menos poder escribir una historia sin pensar "no quiero que lo lean", pues eso es lo que más me fastidia: mostrarle mis sentamientos a alguien que luego me verá la cara y verá quién soy, aunque realmente no lo sepa. Soy una mentirosa que odia la mentira, pero no soy hipócrita. Sé cuando tengo que mentir, sé cuando tengo que ser sincera, sé cuándo tienen que decirme la verdad y cuando me la dicen a medias. No me gusta mentir, pero no me negaré a hacerlo si lo deseo o sencillamente he de hacerlo, pues es un deber. Es el camino. Cada vez me importa menos... o más, sí, a veces más. Cada vez me importa menos o más lo que digan los demás. Siempre depende del día anterior o de momentos anteriores, siempre depende de mis múltiples fallos invisibles para los demás, siempre depende de lo que tenga ganas de hacer y de lo que en realidad acabe haciendo. Sólo quiero hacer unas cosas que no puedo, y últimamente me estoy dando cuenta de que no llevaba razón en nada, excluyendo algunas excepciones muy pequeñas y diminutas. Me doy cuenta de que no puedo hacer lo que quiera, de que las cosas llegan, de que si hay unas leyes será por algo, de que no soy la reina del mundo ni lo seré nunca, de que nadie me ve como realmente soy, de que no tantas canciones me describen, de que no soy tan diferente como me hacían creer... Realmente me doy cuenta de que sí, podría proponerme todo lo que quisiera, pero no todo lo haría y si consiguiera algo, sería con mucho esfuerzo pues no me diferencio en nada a los demás. ¿Aprendo más rápido? Sí, a veces sí, pero me creo tanto que acabo teniendo fallos tan estúpidos que es como si no aprendiera. ¿Entiendo mejor? Sí, también, pero soy demasiado orgullosa para decir que a veces me atasco, pues siempre quiero destacar en todo. ¿Respeto? Eso es lo único que falta y que por suerte, yo aún conservo. Me creo ser lo que en realidad no soy, me creo Felurian y a penas llego a ser una de sus mariposas. Nunca tendré a nadie en la palma de mi mano, pues será esa persona la que sostenga ésta.
   Esto es algo corto y yo desperdicio con estupideces. Soy una necia, pues intento controlarlo todo. ¿Factor sorpresa? Por favor, eso es para incautos que no saben lo que yo llego a ser. ¡FALCIAS! ¡MENTIRAS! ¡INJURIAS! No soy nadie. Si tengo que esperar, he de esperar. Si tengo que obedecer, he de obedecer. Si tengo que insultar, he de insultar. Si tengo que respetar, he de respetar. Si tengo que callar, ¡he de callarme!

  Y esto es sólo un desahogo. Un pequeño pedacito del gran mundo que se esconde en mí.
   Aún por descubrir.

jueves, 11 de abril de 2013

Hasta que la muerte nos separe, 27.

   En que mis palabras, pensamientos y mi alma son movidos por ti, eres dueña de mis labios pues eres la única persona que me deja sin respiración con sólo saludar, dueña de mi mente pues te paseas cuando quieres y juegas en ella a ser una princesa y eres dueña de mi alma por simple conexión, destino.
- Díaz, S. J. 

miércoles, 3 de abril de 2013

El dolor de la pérdida. | The wise Man's Fear.

   No. Los peores recuerdos eran los de mis primeros años de vida. El lento balanceo y las sacudidas del carromato, mi padre llevando las riendas sueltas. Sus fuertes manos sobre mis hombros, mostrándome cómo debía colocarme sobre el escenario para que mi cuerpo dijera «orgulloso», o «triste», o «tímido». Sus dedos colocando bien los míos sobre las cuerdas de su laúd.
   Mi madre cepillándome el cabello. Sus brazos rodeándome. La perfección con la que mi cabeza encajaba en la curva de su cuello. Cómo por la noche me acurrucaba en su regazo junto al fuego, adormilado, feliz y seguro.
   Esos eran los peores recuerdos. Preciosos y perfetos. Afilados como un bocado de cristales rotos. Tumbado en la cama, tensaba todos los músculos de mi cuerpo hasta formar un nudo tembloroso, sin poder dormir, sin poder pensar en otras cosas, sin poder dejar de recordar. Otra vez. Y otra. Y otra.
   Entonces oí unos golpecitos en mi ventana. Era un sonido tan débil que no lo percibí hasta que cesó. Entonces oí abrirse la ventana detrás de mí.
   —¿Kvothe? —susurró la voz de Auri.
   Apreté los dientes para contener los sollozos y me quedé tan quieto como pude, confiando en que ella pensara que estaba dormido y se marchase.
   —¿Kvothe? —Volvió a llamar—. Te he traído... —Hubo un momento de silencio, y luego dijo—: Oh.
   Oí un leve sonido detrás de mí. Auri entró por la ventana, y la luz de la luna proyectó su diminuta sombra en la pared. Noté moverse la cama cuando se sentó en ella. 
   Una mano pequeña y fría me acarició la mejilla.
   —No pasa nada —dijo Auri en voz baja—. Ven aquí.
   Empecé a llorar en silencio, y ella deshizo con cuidado el apretado nudo de mi cuerpo hasta que mi cabeza reposó en su regazo. Empezó a murmurar, apartándome el cabello de la frente; yo notaba el frío de sus manos contra la ardiente piel de mi cara.
   —Ya lo sé —dijo con tristeza—. A veces es muy duro, ¿verdad?
   Me acarició el cabello con ternura, y mi llanto se intensificó. No recordaba la última vez que alguien me había tocado con cariño.
   —Ya lo sé —repitió—. Tienes una piedra en el corazón, y hay días en que pesa tanto que no se puede hacer nada. Pero no deberías pasarlo solo. Deberías haberme avisado. Yo lo entiendo.
   Contraje todo el cuerpo y de pronto volví a notar aquel sabor a ciruela.
   —La echo de menos —dije sin darme cuenta. Antes de que pudera agregar algo más, apreté los dientes y sacudí la cabeza con furia, como un caballo que intenta liberarse de las riendas.
   —Puedes decirlo —dijo Auri con ternura.
   Volví a sacudir la cabeza, noté sabor a ciruela, y de pronto las palabras empezaron a brotar de mis labios.
   —Decía que aprendí a cantar antes que a hablar. Decía que cuando yo era un crío ella tarareaba mientras me tenía en brazos. No me cantaba una canción; sólo era una tercera descendente. Un sonido tranquilizador. Y un día me estaba paseando alrededor del campamento y oyó que yo le devolvía el eco. Dos octavas más arriba. Una tercera aguda y diminuta. Decía que aquella fue mi primera canción. Nos la cantábamos el uno al otro. Durante años. —Se me hizo un nudo en la garganta y apreté los dientes.
   —Puedes decirlo —dijo Auri en voz baja—. No pasa nada si lo dices.
   —Nunca volveré a verla —conseguí decir. Y me puse a llorar a lágrima viva.
   —No pasa nada —dijo Auri—. Estoy aquí. Estás a salvo.