-¡Vale ya, tíos! -exclama Beaver-. ¡Dejadle en paz, joder!
Los amigos de Duncan (que son dos, ambos con chaquetas del instituto de Derry) reparan en que su diversión ya tiene público, y se giran. Entre ellos hay un niño que sólo lleva calzoncillos y una zapatilla deportiva, y que tiene la cara manchada de sangre, tierra, mocos y lágrimas. Henry no sabe calcularle la edad; no es un niño pequeño, como demuestra el vello incipiente del pecho, pero lo parece. Sus ojos son achinados, de color verde claro y anegados en lágrimas.
-¿Y tú de dónde sales, cara culo? -le dice a Beaver uno de los mayores.
Lleva en la mano izquierda algo que parece un guante de béisbol, o de golf... En todo caso de deporte. Lo usa para sujetar la caca seca de perro que quería hacerle comer al niño casi desnudo.
-Pero, ¿qué hacéis? -pregunta Jonesy, escandalizado-. ¿Queréis obligarle a que se la coma? ¿Qué os pasa, que estáis mal de la cabeza?
El chico de la caca de perro tiene pegada una tira blanca en el puente de la nariz. Henry, al darse cuenta, suelta un ruido medio de reconocimiento medio de risa. ¡Qué casualidad! ¡Parece mentira! Han venido a verle el coño a la reina de la fiesta de ex alumnos, y ¿a quién encuentran? ¡Ni más ni menos que al rey, que por lo visto ha interrumpido su temporada por una simple rotura de nariz, y se entretiene a sí mientras el resto del equipo entrena para el partido de la semana!
Richie Grenadeau no ha observado la expresión de Henry, y no sabe que le ha reconocido. Mira fijamente a Jonesy. Al principio, el sobresalto y la sinceridad del tono de asco de Jonesy hacen que retroceda un paso. Después se da cuenta de que el chico que se ha atrevido a dirigirse a él con aquel tono recriminatorio tiene como mínimo tres años y cuarenta kilos menos. La mano recupera su firmeza.
-Voy a hacerle comer esta mierda -dice-, y luego, si quiere, que se vaya. Tú ya puedes abrirte, mocosete, o te doy a ti la mitad.
-Eso, fuera- dice el tercero de la banda. Richie es corpulento, pero éste le supera: mide metro noventa y pico, tiene toda la cara roja de granos-. Fuera o...
-Ya sé quiénes sois -dice Henry.
La mirada de Richie se desplaza hacia él, llenándose de dos cosas: duda y cabreo.
-Vete, niñato. Lo digo en serio.
-Eres Richie Grenadeau. Salía tu foto en el periódico. ¿Qué te crees que dirá la gente cuando le contemos lo que te hemos visto hacer?
-No podrás contarle nada a nadie, porque estarás muerto -dice el tal Duncan-. Venga, abríos. Arreando.
Henry le ignora y sigue mirando a Richie. No se siente asustado, y eso que seguro que los tres mayores podrían machacarles. Le hierve por dentro tal indignación que no sabía que pudiera sentirala. No cabe duda de que el niño arrodillado en la grava es retrasado, pero no tanto como para no entender que los tres mayores querían hacerle daño, que le han arrancado la camiseta y que luego...
Henry nunca ha estado tan cerca de recibir una paliza, y nunca le ha importado tan poco. Da un paso adelante apretando los puños. El niño solloza con la cabeza más inclinada; es una nota sostenida en el cerebro de Henry, una nota que alimenta su ira.
-Pues yo pienso contarlo -dice. Es una amenaza de niño, pero a él no le suena como tal. A Richie, por lo que parece, tampoco, porque retrocede un paso y vuelve a aflojar los músculos de la mano donde lleva la caca de perro. Por primera vez se le ve inquieto-. Tres contra uno. ¡Y encima subnormal! ¡Joder! Esto lo cuento. ¡Y encima te conozco!
Dunca y el grandullón (el único que no lleva chaqueta de instituto) se colocan a la altura de Richie, cada uno en un lado. El niño en calzoncillos se queda detrás, pero Henry sigue oyendo un monótono sollozo, como un martilleo en la cabeza que le está poniendo nervioso de la hostia.
-Nada, tíos, que os la habéis buscado -dice el más corpulento, enseñando una dentadura con muchos huecos-. De ésta no salís vivos.
Pete interviene con poca voz, pero sin miedo.
-Bien dicho, Henry.
-Y cuanto más nos peguéis, peor para vosotros -dice Jonesy. A Henry le suena, pero para Jonesy es una revelación, y casi se ríe-. Aunque nos matéis de verdad, ¿de qué os serviría? Porque Pete corre mucho, y se lo contará él a la gente.
-Yo también corro mucho -dice Richie fríamente-. No se me escapará.
Henry se vuelve hacia Jonesy, y después hacia Beav. Los dos defienden su terreno, y en el caso de Beaver algo más: se agacha, coge un par de piedras (grandes como huevos, pero con filo) y las hace entrechocar, mientras sus ojos, de expresión hostil, miran alternativamente a Richie y al grandullón, el bruto. El palillo que tiene en la boca se agita en vertical con agresividad.
-Cuando vengan, nosotros a por Grenadeau -dice Henry-. Los otros no corren ni la mitad que Pete. -Mira a este último, que está pálido pero no tiene miedo: le brillan los ojos, y tiene prisa por salir corriendo que casi se le disparan los pies-. Cuéntaselo a tu madre. Dile dónde estamos y que avise a la poli. Y sobretodo no te olvides de cómo se llama este cabrón.
Señala al aludido con gesto de fiscal. A Grenadeau le vuelven a traicionar sus dudas, aunque esta vez se trata de algo más. Esta vez parece que tenga miedo.
-Richie Grenadeau -dice Pete, que, ahora sí, empieza a dar saltitos-. Me acordaré.
-¡Venga, pichacorta! -dice Beaver. Hay que reconocer que tiene una retentiva especial para los mejores insultos-. ¡Que te vuelvo a partir la nariz! ¡Hay que ser cobardica para salirse del equipo por una nariz rota!
Grenadeu no dice nada (quizá porque ya no sabe a cuál de los tres contestar), mientras ocurre un verdadero prodigio: el otro que lleva la chaqueta del instituto, Duncan, también empieza a titubear. Se le están poniendo un poco rojas las mejillas y la frente. Se moja los labios y mira a Richie con inseguridad. El único que sigue pareciendo dispuesto a zurrarse es el grandullón, y Henry casi tiene ganas de que ataquen, porque entre él, Jonesy y Beav les partirán la cara. ¡Coño con el lloriqueo! ¡Qué manera de meterse en la cabeza, como un martillo, pum pum pum!
-Oye, Rich, que igual... -empieza a decir Duncan.
-Venga, coño, a matarles -masculla el bruto-. Que no los reconozca ni su madre.
El segundo da un paso hacia delante, y casi la arma. Henry sabe que si al bruto le dejan dar otro paso, aunque sólo sea uno más, Richie ya no podrá retenerle. Es como un pitbull enfurecido que rompe la correa y se abalanza sobre su presa, una flecha de carne.
Richie, sin embargo, no le deja dar el segundo paso, el que se habría convertido en verdadera carga. Sujeta el antebrazo del bruto, que es más grueso que el bíceps de Henry y está erizado de pelos un poco rojizos.
-No, Scotty -dice-, espera un segundo.
-Sí, tío, espera -dice Duncan, casi con tono de pánico.
Acompaña sus palabras con una mirada que hasta Henry (su destinatario), con trece años, encuentra grotesca. Es una mirada de reproche, como si los culpables de algo fueran Henry y sus amigos.
-¿Qué queréis? -pregunta Richie a Henry-. Que nos vayamos, ¿no?
Henry asiente.
-Si nos vamos, ¿qué haréis? ¿A quién se lo contaréis?
Henry descubre algo sorprendente: que tiene tantas ganas de dar guerra como el bruto, Scotty. De hecho, hay una parte de él que arde en deseos de pelearse, de gritar "¡coño, tío, a todo el mundo!", sabiendo que le apoyarán sus amigos, y que ni recibiendo una paliza, ni acabando en el hospital, se quejarían.
Pero el niño. El pobre niño retrasado que llora. Después de haberles partido la cara a Henry, Beaver y Jonesy (y a Pete, si consiguieran darle alcance), los mayores se meterían con el niño retrasado, y seguro que no se conformarían con que se comiera una caca seca de perro.
-A nadie -dice-. No se lo contaremos a nadie.
-¡Y una puta mierda! -dice Scotty-. No te creas, Richie. ¡Mira con qué cara lo dice!
Scotty vuelve a dar un paso, pero Richie aumenta la presión sobre el robusto antebrazo de su compañero.
-Si nadie le hace daño a nadie -dice Jonesy con un tono tan sensato que da gusto-, nadie tendrá nada que contar.
Grenadeau le mira fugazmente, y luego a Henry.
-¿Me lo juras?
-Te lo juro -dice Henry.
-¿Me lo juráis todos? -pregunta Grenadeau.
Jonesy, Beav y Pete juran escrupulosamente.
Grenadeau lo medita un rato (que se hace eterno) y asiente con la cabeza.
-Vale. Venga, tíos, que nos la piramos.
-Si vienen, da la vuelta al edificio -le dice Henry a Pete, hablando muy deprisa porque los mayores ya caminan.
Grenadeau, sin embargo, sigue teniendo bien sujeto a Scotty por el antebrazo, cosa que a Henry le parece buena señal.
-Sería una pérdida de tiempo -dice Richie con una altivez que a Henry le da ganas de reír, aunque hace el esfuerzo de quedarse serio.
Reírse sería una mala idea, y más ahora, estando casi todo arreglado. A una parte de Henry le da rabia que lo esté, pero el resto tiembla de alivio.
-Oye, y ¿a ti qué te importa? -le pregunta Richie-. ¿Por qué te lo tomas así.
Henry tiene ganas de contestar con otra pregunta. Le gustaría preguntarle a Richie cómo ha sido capaz, y no sería una pregunta retórica. ¡Qué manera de llorar! ¡Dios mío! Pero no dice nada, porque sabe que el muy gilipollas podría tomarse cualquier cosa como una provocación, y entonces la habrían cagado.
Es una especie de baile. Casi se parece a los que se aprenden en primer y segundo curso. Mientras Richie, Ducnan y Scott van hacia el camino de entrada (con tranquilidad, queriendo demostrar que se marchan porque quieren, no porque le tengan miedo a una pandilla de maricones que no van ni al instituto), Henry y sus amigos empiezan por plantarles cara, y después retroceden en fila para interponerse entre los mayores y el niño, que sigue de rodillas y en calzoncillos.
Al llegar a la esquina del edificio, Richie se detiene y les mira por última vez.
-Nos volveremos a ver -dice-. Uno a uno, o todos juntos.
-Eso -asiente Duncan.
-¡Veréis el mundo por una cámara de oxígeno! -añade Scott.
Henry vuelve a acercarse peligrosamente a la risa. Reza por que no diga nada ninguno de sus amigos, y ninguno habla. Casi es un milagro.
Tras la última mirada de amenaza de Richie, desaparecen los tres por la esquina. Henry, Jonesy y Beaver se quedan solos con el niño, que se balancea sobre las rodillas sucias y orienta al cielo blanco con cara manchada, ensangrentada y llorosa, su cara de incomprensión. Se preguntaron los cuatro qué hacer. ¿Hablar con él? ¿Decirle que está a salvo, que se han marchado los malos y que ya no corre peligro? No lo entendería. ¡Y qué extraña manera de llorar! Parece mentira que los mayores fueran capaces de oírlo y seguir, aunque fueran tan malos y estúpidos.
-Voy a intentar una cosa -dice Beaver.
-Lo que quieras -dice Jonesy con voz temblorosa.
Beaver avanza unos pasos y mira a sus amigos. Es una mirada peculiar, mezcla de vergüenza, desafío y (sí, Henry juraría que sí) esperanza.
-Como se lo contéis a alguien -dice-, no vuelvo a dirigiros la palabra.
-Menos rollo -dice Pete, cuya voz también tiembla-. ¡Si sabes hacer que se calle, adelante!
Beaver se queda un rato de pie donde había estado Richie cuando quería obligar al niño a comerse la caca de perro. A continuación se arrodilla. Henry observa que en los calzoncillos del niño, que son de tipo short, también hay personajes de Scooby Doo, igual que en la fiambrera.
Entonces Beaver coge en brazos al niño gemebundo y medio desnudo, y se pone a cantar.
-El barco de mi niño es un sueño de plata...
Es la primera vez que Henry oye cantar a Beaver, como no sea con la radio puesta, y queda sombrado por la dulzura de su voz de tenor. Un año más, aproximadamente, y a Beaver le cambiará la voz, perdiendo sus virtudes, pero ahora, en el solar vacío de al lado del edificio en desuso, entre las malas hierbas, a todos les traspasa y asombra su sonido. El niño retrasado también reacciona: deja de llorar y mira a Beaver con cara de sorpresa.
-...que lleva de su cuna a la estrella más alta. Navega, niño mío, navega hacia mis brazos por los mares y ríos.
La última nota se queda flotando en el aire, y ante tanta belleza, por unos momentos, el mundo se aguanta la respiración. Henry nota que tiene ganas de llorar. El niño retrasado mira a Beaver, que le ha estado acunando al compás de la canción. Su cara, mojada por el llanto, contiene una expresión de perplejidad estática. Se le ha olvidado el labio partido, el morado de la mejilla, la ropa que le falta, la fiambrera perdida. Le dice a Beaver "maaa", una sílaba que podría no tener sentido, peor Henry la entiende, y ve que Beaver también.
-No puedo -dice Beaver.
Se da cuenta de que sigue teniendo el brazo al rededor de los hombros desnudos del niño, y lo aparta.
El resultado es que el niño pone mala cara, pero esta vez no es de miedo, ni de mal humor por que le lleven la contraria, sino de pura tristeza. Sus ojos, increíblemente verdes, se llenan de lágrimas, que ruedan por los regueros limpios de sus mejillas sucias. Le coge a Beaver la mano y vuelve a colocársela al rededor de sus hombros, diciendo:
-¡Maaa! ¡Maaa!
Beaver, presa del pánico, los mira.
-Mi madre nunca me cantaba nada más -dice-. Me dormía enseguida.
Henry y Jonesy se miran y estallan en carcajadas. No es que sea muy buena idea, porque seguro que el niño se asusta y vuelve a berrear como un poseso, pero no puede evitarlo ninguno de los dos. Resulta que el niño no llora, sino que sonríe a Henry y Jonesy con gran efusión, enseñando una dentadura muy junta y blanca, y vuelve a mirar a Beaver mientras sigue sujetándole el brazo al rededor de los hombros.
-¡Maaa! -ordena.
-¡Coño, tío, pues vuelve a cantar lo mismo! -dice Pete-. La parte que te sabes.
Beaver acaba por cantarlo tres veces más antes de que el niño se dé por satisfecho y permita que le pongan los pantalones y la camiseta rota, la que lleva el número de Richie Grenadeau.
Ya tienen vestido al niño, a excepción de una zapatilla deportiva roja. Intenta ponérsela él mismo, pero la coge al revés. ¡Pobre! A Henry no le entra en la cabeza que los tres mayores hayan sido capaces de tomarla con él. Ya no es cuestión de su manera de llorar, que no se parece a ninguna otra que conozca. ¿Cómo se puede ser tan mala persona?
-Deja, que te lo arreglo -dice Beaver.
-¿Qué adegla? -pregunta el niño, con una perplejidad tan cómica que vuelven a reírse los tres, Henry, Jonesy y Pete. Henry ya sabe que no hay que reírse de los retrasados, pero no puede evitarlo. El niño tiene una de esas caras que hacen reír, como un personaje de dibujos animados.
Beaver sólo sonríe.
-¡La zapatilla, hombre!
-¿Adelga tatilla?
Eso. Así no se puede. Imposible, chaval.
Beaver le coge la zapatilla, y el niño, muy interesado, le ve ponérsela en el pie, apretar los cordones contra la lengüeta y formar el lazo. Cuando ya está hecho, el niño mira el lazo y mira a Beaver. Por último, le echa los brazos al cuello y le planta un besote ruidoso en la mejilla.
-Como le contéis a alguien lo que me ha hecho... -empieza a decir Beaver; pero se nota que le ha gustado, porque sonríe.
-¡Que sí, joder, que sí, que no volverás a dirigirnos la palabra! -dice Jonesy con una sonrisa burlona. Es quien tiene la fiambrera. Se pone de cuclillas delante del niño y se la enseña-. ¿Es tuya, tío?
El niño, satisfecho, enseña los dientes como si hubiera encontrado a un amigo de toda la vida, y la coge.
-Cubidú, dondetá... temos tabajo...
-Eso, eso -dice Jonesy-. Tenemos trabajo, concretamente llevarte a casita. Te llamas Douglas Cavell, ¿no?
El niño se aprieta la fiambrera contra el pecho con las dos manos sucias y le da un beso fuerte como el que le ha estampado a Beaver en el moflete.
-¡Zoy Dudi! -exclama.
-Muy bien -dice Henry. Coge una mano del niño, Jonesy la otra, y le ayudan a levantarse. Maple Lane sólo está a tres calles, y pueden llegar en diez minutos, suponiendo que no anden al acecho Richie y sus amigos, esperando el momento de que caigan en la trampa-. Venga, Duddits, a casita, que seguro que tu mami ya está preocupada.
Primero, sin embargo, Henry envía a Pete a la esquina de la nave para ver si está libre el camino. Cuando vuelve Pete e informa de que no hay moros en la costa, Henry deja que cubran ese tramo. Una vez que hayan llegado a la acera y pueda verles la gente, estarán a salvo. Hasta entonces no piensa correr riesgos. Por lo tanto, vuelve a enviar a Pete con instrucciones de reconocer el terreno hasta la calle y, si va todo bien, silbar.
-Yanotán -dice Duddits.
-No te digo que no -dice Henry-, pero estaré más tranquilo si va a verlo Pete.
Duddits permanece serenamente entre ellos, mirando los dibujos de la fiambrera, mientras Pete va a echar un vistazo. Henry se fía de él. No ha exagerado las dotes de corredor de Pete: si intenta caer sobre él Richie y sus amigos, podrá el turbo y les dejará con un palmo de narices.
-¿Qué, tío, te gusta la serie? -dice Beaver, cogiendo la fiambrera.
Lo dice con tranquilidad. Henry observa la escena con un cierto interés, movido por la curiosidad de ver si el niño llora porque le han quitado la fiambrera. No lo hace.
-¡Ubidús! -dice el niño retrasado.
Tiene el pelo rubio y rizado. Henry sigue sin adivinarle la edad.
-Ya, ya sé cómo se llaman -dice Beav con paciencia-, pero nunca se cambian de ropa. Tiene razón Pete. ¡Si es que...! Hay que joderse, ¿no?
-¡Zí!
El niño extiende las manos para que le devuelvan la fiambrera, y Beaver se la da. El crío la abraza y les sonríe a todos. Es una sonrisa muy bonita, piensa Henry, sonriendo a su vez. Le recuerda cuando has estado nadando mucho rato en el mar, sales muerto de frío y con la piel de gallina, te envuelves los hombros con una toalla y entras enseguida en calor.
Jonesy también sonríe.
-Duddits -dice-, ¿cuál es el perro?
El niño retrasado le mira sin dejar de sonreír, pero con cara de extrañeza.
-El perro -dice Henry-. ¿Cuál es el perro?
Duddits pone cara de entender y le señala con el dedo.
-¡Ubi! ¡Ubiubidú! ¡E perdro!
Se parten todos de risa, incluido Duddits. Entonces silba Pete y se ponen en marcha. Cuando han recorrido tres cuartos del camino de la entrada, dice Jonesy:
-¡Esperad, esperad!
Corre hacia una de las ventanas sucias de los despachos y se asoma, poniendo una mano a cada lado de la cara para que no le moleste la luz. De repente, Henry se acuerda de a qué habían venido. Por el coño de Tina Jean como se llame. Parece que habían pasado mil años.
Después de unos diez segundos, Jonesy les llama:
-¡Henry! ¡Beav! ¡Venid! ¡El niño que se quede!
Duddits le mira con los ojos brillantes y la fiambrera apretada contra el pecho. Después de un rato asiente con la cabeza y Henry corre para reunirse con sus amigos al lado de la ventana. Tienen que ponerse muy juntos, y Beaver se queja de que le está pisando alguien, pero se arreglan. Más o menos al minuto llega Pete, que se extrañaba de esperarles tanto rato en la acera, y mete la cara entre los hombros de Henry y Jonesy. He aquí la escena: cuatro chicos mirando por la ventana sucia de una ofician, tres de ellos haciendo pantalla con las manos, y otro, el quinto, que se ha quedado detrás, entre las malas hierbas del camino de la entrada, sujetando su fiambrera contra un pecho menudo y mirando el cielo blanco, donde hace esfuerzos por aparecer el sol. Detrás del cristal sucio (donde sus frentes apoyadas dejarán señales en forma de media luna) hay una habitación vacía. El suelo está lleno de polvo, y de varios renacuajos deshinchados que Henry reconoce como condones. En una pared, la de delante de la ventana, hay un tablón de anuncios con un mapa del norte de nueva Inglaterra y una foto de Polaroid de una mujer levantándose la falda, pero no se le ve el chocho, sólo las bragas blancas. Tampoco es una chica del instituto. Es vieja. Como mínimo tiene treinta años.
-¡Pero bueno! -acaba diciendo Pete, que mira a Jonesy con cara de indignación-. ¿Para esto hemos venido?
Primero Jonesy se pone a la defensiva, pero después sonríe y mueve el pulgar por encima del hombro.
-No -dice-, por él.